9.15.2017

Las filósofas mexicanas








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Francesca GARGALLO, “Las filósofas mexicanas”, texto para un libro sobre mujeres mexicanas, con motivo de Bicentenario de la Independencia y Centenario de la Revolución que convocó a escribir Cristina Renaud. (Texto escrito en 2010)*
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Las filósofas mexicanas


Francesca Gargallo






Nadie encuentra a las filósofas, pero que las hay las hay


De pocas mujeres se ha negado tanto la existencia en el mundo occidental como de las filósofas. Su presencia en la historia de la filosofía y la especificidad de sus desarrollos teóricos han sido borradas durante siglos mediante complejos aparatos conceptuales y metodológicos, que servían –todos- para garantizar el dominio intelectual y el poder material de los hombres encargados de la definición del saber, del bien, de lo bello y de lo históricamente trascendente.


¿Y cómo iba a ser posible lo contrario? Construidas por la cultura católica como tentadoras; relegadas a la relación mística con Dios porque la deducción racional del mismo era impedida por el silencio que le fue impuesto en la iglesia por San Pablo; despreciadas por la cultura moderna como seres de escasa capacidad de abstracción; confinadas por el romanticismo al papel pasivo de indefensas (para ser amadas por sus defensores); y, finalmente, convertidas en objetos de lujo por el capitalismo liberal del siglo XIX y principios del XX, a las mujeres no podía reconocérseles la capacidad de describir, organizar, proponer o imponer ideas ni métodos de acercarse a la verdad mediante ellas.


De hecho, las mujeres que tenían los medios para cultivarse, ocultaron la producción de sus saberes en la mística, como Teresa de Ávila, los embellecieron hasta hacerlos de difícil detección, como Juana Inés de la Cruz, o enfrentaron la inquisición y el escarnio, en un primer momento, y el olvido, en un segundo, como muchísimas mujeres laicas y religiosas, en la Nueva España y durante los primeros años de la vida independiente de México.


Desde que hace unos cuarenta años el movimiento de liberación de las mujeres planteó la necesidad de revisar las fuentes del pensamiento para encontrar los aportes y las disidencias de las mujeres a la cultura oficial, se ha empezado a registrar un marcado interés científico, unido a un fuerte interés de las investigadoras, para revisar la historiografía de la filosofía y sus estructuras epistemológicas con el fin de desechar interpretaciones acríticas que de la academia pasaban a la cultura popular y que se resumían en un tajante: “las mujeres no piensan, se dejan vivir por sus emociones”.


Con este empuje renovador, el pensamiento de las mujeres que organizaron de algún modo sus discursos históricos, científicos, estéticos, políticos, éticos y didácticos ha sido objeto, en México como en el resto del mundo, de una observación más aguda y una interpretación más precisa del léxico y de sus formas argumentativas y expresivas (poemas, cartas, artículos de revistas, confesiones, arrebatos místicos, proclamas políticos, ensayos). Gracias a esta rearticulación de la mirada, han adquirido visibilidad filósofas que pensaron y actuaron en precisos marcos históricos.



Una opción por la filosofía práctica: educadoras y políticas


Según la filósofa contemporánea María del Rayo Ramírez Fierro, las mexicanas no sólo se inscribieron en estudios formales de filosofía antes que en muchos países de Europa, donde los prejuicios contra la racionalidad de las mujeres eran más afincados, sino participaron en debates políticos y en reflexiones sobre educación en paridad con los hombres.


Por supuesto que no en todos los ámbitos, es conocido el profundo antifeminismo del positivismo que se desarrolló al amparo de la dictadura porfirista, por ejemplo. Pero lo hicieron ahí donde las condiciones históricas y las construcciones de grupos políticos revolucionarios, o por lo menos críticos de la ideología dominante, permitían a las mujeres incorporarse como pares en los debates sobre tópicos que compartían con sus correligionarios.


Las respuestas de Leona Vicario a las acusaciones misóginas de Lucas Alamán demuestran que esa gran periodista y activista política de la Independencia era también una lectora crítica de las teorías historiográficas en boga. Es importante subrayar su refutación a la teoría de que las mujeres se involucran políticamente sólo por amor, que Alamán esgrimió citando a Germaine de Staël, historiadora alrededor de cuyo libro De l’Allemagne se había configurado el romanticismo liberal francés a finales del siglo XVIII y que era muy leída en México y en América Latina.


Que Leona Vicario fuera una liberal y que contara con el apoyo de otros liberales, entre ellos su marido –uno de los pocos ejemplos de solidaridad intelectual con la propia mujer existente en la literatura política mexicana-, y que Lucas Alamán participara de la corriente más conservadora del momento inmediatamente postindependentista, no debería sorprendernos. La misoginia, aunque presente en la mayoría de corrientes de pensamiento de manera más o menos explícita, tiende a ser disfrazada o a ser combatida por aquellas que abogan por un cambio social profundo.


A finales del siglo XIX, los postulados para transformar la escuela en sentido moderno-racionalista empezaron a ser difundidos en España por su creador, el libertario Francisco Ferrer i Guàrdia; en México, éstos fueron reclamados a principios de la década de 1910 por las y los anarquistas del grupo LUZ, quienes exaltaron el libre pensamiento en contra de la “escuela-cárcel”. En el primer Congreso Obrero Socialista, celebrado en 1918 en la ciudad yucateca de Motul, el quinto punto del día fue dedicado a la educación: la escuela debía basarse en la libertad, ser mixta, sin discriminación de enseñanza entre niñas y niños, no tendría exámenes, ni castigos o internados y se guiaría por el conocimiento científico.


Durante ese congreso, la maestra anarquista Elena Torres expuso sus teorías acerca de la escuela moderna, “capaz de formar una raza fuerte, apta para la vida y ayuna de todo prejuicio, robustamente preparada para embestir con rudeza las organizaciones reaccionariamente instituidas e inteligentemente dirigidas a cegar todo impulso de libertad”. Con sus compañeros y compañeras de reflexión compartía el ideal libertario del aprendizaje a través del trabajo y el acompañamiento constante de las maestras/os y alumnas/os. Como maestra, postulaba una política de la educación desde la perspectiva filosófica libertaria, que incluía la dimensión ontológica del ser de las mujeres, como iguales de los hombres.


Otras maestras socialistas, en Tabasco, una vez perdidas las esperanzas de obtener el derecho al voto de las mujeres puestas por las revolucionarias y las sufragistas en la Constituyente de 1917, fundaron con algunos compañeros Redención, un “periódico doctrinario de las clases laborantes”. En 1924, las profesoras Celerina O. de González y Ana Santa María destacaron en la instrumentación de la campaña anticlerical y la propaganda antialcohólica en el periodismo regional y manifestaron sus posiciones sobre la situación de las mujeres en la política nacional. En diversas actividades culturales hablaron de las mujeres en la Revolución, las ciencias, las artes, anticipando algunas ideas acerca de cómo las mujeres participaban de las diversas clases sociales: como subordinadas.


Es importante reconocer que el anticlericalismo del sur de México era sostenido por pensadores políticos locales, como Felipe Carrillo Puerto, en Yucatán, y Tomás Garrido Canabal, en Tabasco, y que éstos apoyaron la libre expresión del pensamiento de las mujeres en sus Estados, considerando al feminismo un “aliado y derivado natural” del socialismo. Se inspiraron en las acciones del socialista Salvador Alvarado, enviado como gobernador por el presidente Carranza, quien había convocado el primer y el segundo Congreso Feminista Nacional, en Mérida, Yucatán, en enero y noviembre de 1916. Junto al debate en torno de posiciones religiosas, liberales y socialistas en el campo de la educación y la participación política de las mujeres, las más de ochenta participantes tocaron temas relativos a una antropología filosófica, al preguntarse, como lo hizo la profesora Felipa Ávila de Pérez, qué entrañaba la “completa manumisión” de la mitad del género humano y qué desencadenaría en el ser de las mujeres la “reivindicación femenina”. Paralelamente, la sufragista carrancista Hermila Galindo escandalizaba hasta a sus propias compañeras al postular una ética sexual femenina, centrada no en la reproducción sino en el derecho a la satisfacción del deseo y la consecución del placer individual que redundaría en la liberación de la sociedad toda.



Hacia una filosofía de las mujeres


La pregunta por las mujeres en ese entonces implicaba un reclamo de igualdad jurídica e intelectual con los hombres, pero ya no se limitaba a ella. Por lo menos no lo hacía en el contudente República Femenina de Juana Belén Gutiérrez de Mendoza, de 1936, donde la feminista coahuilense –verdadera precursora del feminismo de la diferencia sexual- postulaba una vida propia para las mujeres, y por ende una política de los valores de la maternidad, la enseñanza y el interés por los demás. La política en la República Femenina no tenía una característica sufragista, más bien debía reconocer, definir y ejercer las motivaciones y las finalidades de las acciones de las mujeres para las mujeres.


Es decir que, mientras la influencia de la Revolución Mexicana iba trastocando las formas de comprensión del mundo, en México y en toda Latinoamérica, las mujeres mexicanas se hacían preguntas filosóficas sobre su ser y su modo de ser en la realidad cotidiana: ¿Quiénes somos?, ¿cuál es y cuál debe ser nuestro actuar en el mundo?, ¿quién que no sea una mujer en diálogo con otra puede determinar qué es bien y qué es mal para las mujeres?


Reconocer estas preguntas como preguntas que fundan una filosofía, ha implicado el esfuerzo de muchas historiadoras de las ideas y filósofas para liberar a la filosofía de su sesgo racionalista masculino, que justifica la historia de los hombres y sus modos de actuar y, por lo tanto, que fundamenta la eticidad de la misoginia y las acciones que le son correspondientes: el colonialismo (que feminiza a los colonizados de ambos sexos), la esclavitud y la explotación capitalista (que feminiza, es decir despoja de los derechos que se reconocen a sí mismos los “hombres”, a las trabajadoras y trabajadores). Ahora bien, liberar a la filosofía implica ubicarla en una dimensión relacional, conflictiva en la mayoría de las ocasiones, pues remite a la construcción del poder (entendido como una red de relaciones que atrapa en un lugar fijo de sumisión a quien no lo controla, aunque a la par provoca reacciones que pueden producir contrapoderes capaces de minarla) para los hombres y la discriminación de la riqueza, el saber, el reconocimiento y el derecho a decidir para las mujeres.


A nivel institucional esta liberación supone cierta apertura de los círculos académicos y su comprensión de la filosofía, lo cual no se ha dado de manera fácil. A mediados del siglo XX, entre las primeras mujeres que incursionaron en el ambiente académico filosófico se cuentan Monelissa Lina Pérez Marchand, Victoria Junco Posadas, Olga Victoria Quiroz Martínez, Rosa Krauze, Elsa Cecilia Frost, Vera Yamuni y María del Carmen Rovira Gaspar, todas ellas recibidas en el Seminario dirigido por José Gaos. Entre ellas, la costarricense radicada en México Vera Yamuni, filósofa y médica, se preguntaba si sólo la autonomía económica podía dar a las mujeres la autonomía de movimiento que redundaría en la autonomía de su pensamiento.


Yamuni se preparó en la Universidad Nacional Autónoma de México con su casi coetánea Carmen Rovira, quien se convertiría en la más importante historiadora de la filosofía mexicana de la época colonial y del siglo XIX. Al historiar la filosofía en México, Rovira siempre se detuvo en los grande hitos del humanismo americano y en las particularidades que introdujo con respecto a la cultura europea en la idea de “hombre”, un ser ya no definido por una racionalidad construida desde estudios dirigidos, sino por su actuación en la historia, sea este “hombre” español, indio o mujer. Carmen Rovira, asimismo, se hizo eco de la idea de su maestro Gaos que Primero Sueño de Juana Inés de la Cruz fue el primer poema filosófico escrito en México después de la caída de Tenochtitlan: “La poetisa es la primera autora que en la tradición filosófica mexicana después de la conquista emplea la vía poética para la expresión de contenidos filosóficos”, escribía en 1995. Además subrayaba: “el alma de la poetisa se encuentra frente a la confusión del caos al cual desea someter a un orden lógico, eminentemente explicativo”, cual si Sor Juana se estuviese enfrentando al caos de saberse un ser racional y no poder demostrarlo, dado lo omnicomprensivo (y represivo, pues remitía a la Inquisición) del poder que implicaba la masculinidad todopoderosa de sus detractores.


Mientras Vera Yamuni y Carmen Rovira se formaban, otra gran poetisa se manifestaba como filósofa, Rosario Castellanos. Maestra en filosofía y escritora de éxito, Castellanos intentó entenderse entendiendo al mundo concreto que la rodeaba, lanzando sobre cada hecho de la cotidianidad una mirada racionalizadora que le permitiera abarcar la realidad cultural toda. En 1950, presentó en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM una tesis titulada Sobre cultura femenina, donde sustentaba que la creación de ideas y de arte en las mujeres entra en contradicción con la educación que reciben y que las arroja compulsivamente al cumplimiento de tareas maternas, que aceptan como propias de su condición debido a una larga tradición cultural de sometimiento.


En los veinticuatro años sucesivos, Castellanos, junto con la más intensa narrativa indigenista de México, publicó cinco volúmenes de ensayos y una obra de teatro, El eterno femenino, donde manifestó una clara conciencia del problema que significa reconocerse en una identidad en construcción, a partir de la doble condición de ser mujer y de ser mexicana. En sus poemarios, escritos “con fiebre” de pasión, reivindicó una y otra vez la antigua relación mexicana entre poesía y pensamiento. En la larga entrevista que concedió a Emmanuel Carballo en 1964, a propósito de Poesía no eres tú, aseveró que entre los géneros literarios el que más se aproxima a la filosofía es la poesía, aunque en el lenguaje se instale una diferencia: “Si la filosofía tiene su principio de identidad, la poesía también lo tiene: es la metáfora. Para mí, la poesía es un ejercicio de ascetismo, un intento de llegar a la raíz de los objetos, intento que, por otros caminos, es la preocupación de la filosofía”.


Mediante este camino radical de comprensión, Rosario Castellanos enfrentó las dos fuentes de la filosofía: el mito, y en particular el mito de la mujer, y el lenguaje. Sobre ambos ejerció una suave ironía que le permitió expresar lo que pocas mujeres mexicanas habían dicho con tanta claridad hasta ese momento.


En Mujer que sabe latín… escribió: “la mujer ha sido más que un fenómeno de la naturaleza, más que un componente de la sociedad, más que una criatura humana, un mito”. Explicar el proceso que hace de una persona concreta la portadora de un lugar cultural -asignado desde el pasado y que se reafirma en cada interpretación presente- la llevó a una rebeldía lúcida, un posicionamiento como mujer en la búsqueda de otro modo de ser en la cultura, posicionamiento que la convirtió en una feminista. Por ello se abocó a desentrañar la red de juegos de poder que las elites regionales y nacionales venían tejiendo desde la Conquista en detrimento de los sectores sociales marginados, las mujeres y los indígenas en particular.


En Los convidados de agosto la actitud de las mujeres de los sectores altos y de las marginadas encarnó en personajes femeninos tan burlados, engañados y utilizados como abnegados; personajes que ofrecían la posibilidad de una intensa y, a la vez, tierna, irónica, reflexión sobre la colonialidad de la condición femenina, de su propia colonialidad de mujer obligada a sentirse inferior al hermano, al marido, al padre, mientras se expresaba en una lengua ajena. Rosario Castellanos, en efecto, mientras escribía se percataba que las mexicanas -como ella misma- no poseían un idioma propio, que el español de los libros les era ajeno, pues les impedía saltar el foso existente entre su decir, ser y sentir, obligándolas a encubrir la realidad y de sus sentimientos.


Desde ese momento, la literatura filosófica de Rosario Castellanos le mostró un camino propio al feminismo mexicano. Era urgente emprender la tarea de quitar máscaras, disfraces y afectaciones al romanticismo que encubría la violencia misógina del sistema familiar, social y político que la filosofía académica no quería visualizar.


Empujada por este afán de develar el mundo, una galaxia de mujeres empezó a expresarse y escribir trastocando las bases de las disciplinas que enfrentaban. En la década de 1970, el feminismo mexicano se conformó como una vanguardia de mujeres radicales que buscaban la emancipación corporal, intelectual y sexual y que entendían al feminismo como una apropiación de sus vidas. Practicaban la autoconciencia en pequeños grupos y se concentraban para llevar a cabo una atrabancada, libérrima, acción pública ejemplar, mediante el asalto de lugares simbólicos como el Monumento a la Madre o la Cámara de Diputados. Consideraban necesario intervenir políticamente en la vida de su país, pero rechazaban las organizaciones partidistas y no se planteaban ninguna toma del poder. La discusión acerca de cuál debía ser la relación entre el feminismo y la política estaba atravesada por un sentido militante que aglutinaba y dividía a autónomas, anarquistas, fundadoras de grupos de debate con el Estado, socialistas, heterosexuales y lesbianas. Todas confrontaron un Estado autoritario, capaz de ejercer el poder sea como cooptación sea como abierta represión.


Algunas feministas se aglutinaron alrededor de la revista Fem, fundada en 1976 por Alaíde Foppa y Margarita García Flores: Adelina Zendejas, Elena Urrutia, Marta Lamas, Nancy Cárdenas, Elena Poniatowska; otras se buscaron para expresar sus rebeldías en La Revuelta: Berta Hiriart, Eli Bartra, Lucero González, Dominique Guillemet, María Brumm y Ángeles Necoechea, o la Coalición de Mujeres Feministas en Cihuat; otras más intentaron socavar con su espontanea reflexión las bases históricas, jurídicas y epistémicas de la opresión y la violencia de las que eran objeto: Mireya Toto, Carmen Lugo, Esperanza Tuñón, Carmen Ramos, Marta Acevedo; finalmente, muchas se hicieron de una expresión artística propia, escandalosa y militante: Indra Olavarrieta, Mónica Mayer, Norma del Rivero, Maris Bustamante.


Ensayos, lecciones, conferencias, talleres, poemas, novelas, proclamas y manifiestos constituyeron un corpus filosófico sui generis, una piedra miliar en el itinerario por donde iba configurándose una conciencia colectiva con su respectivo lenguaje.


Asimismo, se fueron perfilando filosofías feministas que se insertarían en las aulas y en la conciencia colectiva de las mujeres. Sin embargo, no debe incurrirse en el error de creer que todas las filósofas que se formaron o que empezaron a producir en esos años fueron feministas. Por ejemplo, junto a Gaos Victoria Junco Posadas analizó la producción de Gamarrra y el eclecticismo en México; Monelissa Lina Pérez-Marchand estudió el siglo XVIII en México a través de la inquisición; Olga Victoria Quiroz Martínez, el eclecticismo español. Carmen Rovira trabajó el eclecticismo portugués en el siglo XVIII y Vera Yamuni conceptos e imágenes del pensamiento de lengua española, mientras Elsa Cecilia Frost se dedicaba a la historia de las ideas religiosas y a los escritos de los primeros evangelizadores de América.


Poco después, Juliana González Valenzuela se consagró a los estudios de la ética formal y sus relaciones con la bioética, interesándose sólo de soslayo en la condición de las mujeres; Rosa Krauze se abocó al estudio de los seres imaginarios en la literatura y su relación con la racionalidad; y Margarita Valdéz, al relativismo epistemológico y sólo muy tardíamente, tocó la controversia del aborto en la ética religiosa. Varias otras filósofas se abstuvieron de expresar sus posiciones feministas por miedo a quedar atrapadas en la figura política de la militante y perder con ello la libertad de entregarse a estudios diversos: Paula Gómez Alonso apasionada por la ética cristiana y su relación con la libertad individual y María Rosa Palazón inmersa en la reflexión estética del México independiente, son sólo algunas. Quizá convendría mencionar que, sin embargo, Elia Nathan se dejó ganar por la pasión por comprender la persecución de las brujas en Europa, lo cual la acercó al análisis del discurso feminista.


Dos filósofas que empezaron a trabajar sus posturas éticas y educativas, la primera, y estéticas, la segunda, en la década de 1970 son de particular importancia por su radicalidad feminista y por haber formado generaciones enteras de estudiantes en la UNAM y en la Universidad Autónoma Metropolitana: Graciela Hierro Perezcastro y Eli Bartra Muriá, respectivamente.



Dos filósofas militantes


La doctora Graciela Hierro Perezcastro estudió apasionadamente filosofía apenas logró liberarse del tutelaje de un marido de clase alta. Después de lo cual se abocó a una especie de “militancia feminista académica” en las universidades latinoamericanas. Muchas filósofas fueron sus alumnas en la UNAM, cuando en la década de 1980 esa universidad fue un centro de irradiación de la cultura latinoamericana. Además, desafió los temas de los convenios internacionales para insertarse y contactarse con las filósofas de los países que visitaba. Conversaciones, debates y cursos propiciados por Hierro en los céspedes de las universidades de Chile, Argentina y Perú, proporcionaron a alumnas y maestras la oportunidad de expresar sus reflexiones acerca de las acciones de los colectivos de mujeres.


Atraída por la opción individual al compromiso social del existencialismo francés, Hierro ubicaba en la elección de Simone de Beauvoir por la libertad de las mujeres el arranque, no sólo de una teoría política, sino de una ética utilitaria que postulaba, como criterio de juicio moral, la utilidad social de la igualdad de oportunidades de mujeres y hombres. La relación entre ética y política, según ella, se daba en dos niveles: 1) en las reglas morales que sirven para orientar los actos de los individuos en sociedad, y 2) en la práctica histórica.


Hierro entendía las normas morales como convenciones que pueden ser revocadas si las consecuencias de su cumplimiento no se acoplan al principio de justicia, que se centra en la idea que diferentes individuos no deben ser tratados en forma distinta. Esto resultaba en extremo adecuado para proponer una reforma de la idea de la condición femenina: “La decisión ética sobre la condición femenina actual se sustentará en la evaluación que se haga de sus tendencias y sus consecuencias, en tanto éstas son provechosas para el mayor número”.


La categoría central aplicable a la condición femenina era para Hierro la de “ser para otro” que, según de Beauvoir, la situaba en un nivel de inferioridad respecto al otro sexo, negándole toda posibilidad ontológica de trascendencia. “El ser para otro del que nos habla de Beauvoir se manifiesta concretamente en la mujer a través de su situación deinteriorización, control y uso. Son éstos los atributos derivados de su condición de opresión, como ser humano, a quien no se le concede la posibilidad de realizar un proyecto de trascendencia”, escribía al respecto en 1985. Esta interpretación de lo masculino como la norma humana que confinaba lo femenino en la posición estructural de lo “otro”, aquello que establece la diferencia, implicaba para la filósofa mexicana un deber ser ético-político, que coincidía con la denuncia del sistema de desigualdad entre los sexos. Coincidía, asimismo, con la formulación de la existencia de un sistema de géneros, esto es, un sistema de división sexual y económica del trabajo entre los sexos y su representación simbólica.


La política de las mujeres era y debía ser una política de reivindicaciones, por ello cuestionaba la inserción de las mujeres en una sociedad de decisiones y simbolización masculinas, que les impedía la definición de sí mismas. En 1990, cuando ya utilizaba la categoría de género, Hierro escribió que el “fenómeno humano” podía estudiarse en todos sus aspectos para comprender la conducta ética. Estos aspectos, todos de igual valor para el conocimiento de la vida de las personas, eran: sus características socioeconómicas, su localización geográfica, su historia personal y social, su sexo-género, su edad. El ser mujeres representaba para Graciela Hierro una variante fundamental de la condición humana.


En 2001, Hierro radicalizó su postura feminista, planteándose una ética del placer para un sujeto femenino en proceso de construcción, ya menos identificado con su género y más dispuesto a relacionarse con su diferencia sexual: un sujeto necesitado de orden simbólico, autodefinición y autonomía moral, que se escribía en femenino plural: las mujeres. De esta manera, no podía evitar el reconocimiento de la centralidad de la sexualidad y del placer en el análisis de la relación entre poder y saber. Se cuestionaba, por lo tanto, la posibilidad de una ética del placer que no fuera un ética sexualizada. Implícitamente, empezaba a cuestionarse la utilización de la categoría de sistema sexo-género como instrumento conceptual para la autonomía moral de las mujeres, pues el sistema genérico sólo es lo que una cultura organiza e impone como propio de las mujeres y de los hombres; es decir, no es un medio para descubrir y realizar el estilo de vida de los sujetos mujeres.


La ética del placer se convirtió, así, en una ética para la práctica de la diferencia sexual, visualizada desde varias disciplinas, que permitía a las mujeres ser independientes de los condicionamientos sexuales. “La ética feminista se ha ‘sexualizado’ porque las mujeres, en tanto género, nos hemos creado a través de la interpretación que de los avatares de nuestra sexualidad hace el patriarcado. Sin duda, nuestra opresión es sexual; el género es la sexualización del poder”, escribía entonces. Y agregaba que la filosofía se re-crea bajo la vigilante mirada feminista, cuyo método implica el despertar de la conciencia, sigue con la desconstrucción del lenguaje patriarcal y culmina con la creación de la gramática feminista, cuyo fundamento último es el pensamiento materno.


Desmontar la relación de género permitiría a las mujeres separar sexualidad, procreación, placer y erotismo. Ahora bien, la sabiduría y la ética de las mujeres debían trascender este primer paso, a través de un proceso de liberación que implicaba el ejercicio moral de un sujeto que se reconocía libremente a sí mismo y que analizaba sus acciones para su buena vida. La doble moral sexual es genérica, la ética del placer es un saber de las mujeres.


La personalidad de Graciela Hierro y su real independencia económica la llevaron a no prestar ninguna importancia a las descalificaciones y al intento de marginación académica a la que algunos colegas intentaron orillarla (desde izquierdas y derechas). Reconociéndose hija simbólica de Sor Juana y de Rosario Castellanos, dos escritoras que filosofaron, Graciela Hierro valoró todo saber femenino, otorgándole valor de conocimiento, y se ofreció como “madre simbólica” a numerosas alumnas que necesitaban tender un puente entre su activismo y sus estudios, así como a varias filósofas que se atrevieron a mirar más allá del análisis lógico formal para pensarse.


Poco antes de su muerte, en octubre de 2003, escribió: “Todo lo que sé se lo debo a las mujeres, brujas que se atreven a pensar. Yo sólo leo a mujeres, ya leí a tantos hombres… Aprendí lo que necesitaba de ellos y sólo consulto a algunos cuyas ideas sirven a mis propósitos. Ser feminista, para mí, significa personalizar todo”.


Veinte años más joven, Eli Bartra Muriá se fogueó en la discusión colectiva y el activismo feminista de los sectores medios politizados y cultos de la década de 1970. Desde un principio se manifestó intencionada a romper con los moldes para la definición de las personas y sus modos de ser en la historia y en la producción artística. Después de cuarenta años en el movimiento de liberación de las mujeres y treinta en la enseñanza feminista universitaria, hoy considera que la historia del feminismo mexicano puede verse como el encabalgarse de tres, posiblemente cuatro, grandes etapas de luchas.


Según Bartra es necesario nombrar el feminismo anterior a la década de 1970. Durante mucho tiempo, al movimiento por el voto se le llamó sufragista; aún hoy en día hay quienes lo nombran así, separándolo del feminismo. No obstante, en ese primer feminismo la reivindicación de derechos tales como la educación, la potestad sobre las y los hijos, la igualdad salarial en el trabajo implicó el reconocimiento por sí mismas de la condición humana de las mujeres, a la par que una movilización para la obtención del voto. Desde una reconstrucción de la historia del feminismo, es necesaria una hermenéutica de los esfuerzos realizados para que se modificasen las leyes, posibilitando la actuación de las mujeres en el ámbito público, según los cánones de la política formal. ¿Qué significaba la igualdad con los varones en el goce de los derechos políticos, sociales y económicos cuando éstos eran negados a las mujeres por su incompatibilidad “sexual” con la vida pública? Frente a la desigualdad dominante, el feminismo empezó reivindicando la igualdad para acabar con la discriminación y la subordinación.


En un segundo momento, el feminismo se manifestó como un verdadero movimiento de liberación de las mujeres. Centrado en el cuerpo, en la sexualidad, en los ámbitos de lo privado, a finales de la década de 1960 consignó que lo “personal es político”. Se dirigía así hacia el interior de cada mujer (en lo físico y en lo psíquico). En la formación de pequeños grupos concentrados alrededor de la práctica de la autoconciencia, entendida como un diálogo en profundidad entre mujeres, dirigió su actuación pública a la obtención de espacios (y también leyes) que garantizasen a las mujeres una vida libre, autónoma, de la mirada masculina, de su palabra, de su violencia.


Esta segunda ola feminista, este neofeminismo, se confrontaba con el feminismo decimonónico desde una dinámica de continuidad y ruptura, descubriendo el valor de la diferencia ante la desigual equiparación física, histórica e ideológica de las mujeres con los varones en lo que había derivado su anterior demanda de igualdad. Entonces, el pensamiento feminista enarboló el valor político del respeto a las diferencias.


A finales del siglo XX, Eli Bartra vislumbraba la vuelta del feminismo a un interés por lo exterior, proyectándose en la escena pública, abandonando momentáneamente el camino del reconocimiento de las dimensiones personales de la libertad de las mujeres. Se confrontaba en la arena pública, tomando por asalto las instituciones (gubernamentales y no gubernamentales) y la política formal. Se trataba de apropiaciones mucho más sofisticadas que las de un siglo y medio antes, pues a través del posicionamiento de las mujeres en el ámbito público buscaban una modificación del imaginario social acerca del ser y el deber ser de las mujeres.


Mientras este feminismo “hacia afuera” no deja de reproducirse, Bartra detecta en la actualidad los albores de un nuevo feminismo autónomo en los indicios de la necesidad de su resurgimiento.


Según la filósofa, el feminismo durante las dos décadas recién pasadas obvió la referencia al proyecto político de construcción de un sujeto colectivo, en nombre de cierta sumisión teórica al reconocimiento de la entrada en crisis de los “sujetos históricos” de la Modernidad. Era menos problemático referir los nudos de la organización entre mujeres que reconocerse como grupo social frente a los hombres.


Este regreso al sujeto político colectivo, Eli Bartra lo sostiene porque considera indispensable alcanzar una paridad entre grupos sociales resultados de una intensa tecnología cultural para amoldar a las personas según asignaciones económico-culturales impuestas a las y los portadores de genitales femeninos y masculinos (los “géneros”), tanto en el ámbito social como en el privado. Pero esa paridad nadie se la va a conceder a las mujeres, si ellas no la exigen y cuidan.


Por la propia propuesta de revisión de la historia feminista, esta filósofa militante historiza el valor del discurso que organiza el saber y lo inserta en la revisión epistémica del ser y el hacer sexuado. De ahí que desde la década de 1970, postule una estética y una política encarnadas en el cuerpo femenino. En 1979, durante el Tercer Coloquio Nacional de Filosofía, afirmó que el feminismo es una corriente teórica y práctica que se aplica al descubrimiento del ser mujer en el mundo concreto. Su batalla se verificaba en un doble nivel: la destrucción de la falsa naturaleza femenina impuesta socialmente y la construcción de la identidad de las mujeres con base en sus propias necesidades, intereses y vivencias. Ahí mismo, definió su politicidad sexuada como una lucha consciente y organizada contra el sistema patriarcal “sexista, racista, que explota y oprime de múltiples maneras a todos los grupos fuera de las esferas de poder”.


Heterosexual y blanca, Bartra desde entonces ha evitado referirse a especificidades sexuales o étnicas en el análisis feminista, cuestionándolas en ocasiones porque le implican una potencial separación de las mujeres, entendidas en su conjunto como grupo fuera del poder. Siempre fue una crítica radical de la doble militancia o de la referencia (que consideraba una manera de legitimarse) de algunas feministas a la política de los partidos, los movimientos sociales, los grupos culturales masculinos. Filosóficamente, para ser, el movimiento feminista necesita de un modo de ser, el de un movimiento político subversivo del orden establecido, una presencia actuante de las mujeres todas, un espacio de autonomía que adquiere significado en la historia de resistencia de las mujeres cuando postulan un futuro distinto al de la discriminación capitalista, una posibilidad de cambio en la historia material y en la simbolización de la vida.


El feminismo es, pues, una filosofía política. Bartra lo ha expresado con vehemencia y claridad, en términos que no podrían ser recuperados por ninguna teórica del feminismo continental europeo –demasiado autónoma en la definición de política para las igualitarias y demasiado relacionada a la existencia del patriarcado para las autónomas- ni por las feministas anglosajonas, ancladas en el análisis del género.


En 1982 Bartra estuvo entre las fundadoras del área Mujer, Identidad y Poder, del Departamento de Política y Cultura de la Universidad Autónoma Metropolitana, en Xochimilco. Su filosofía entró en diálogo con las teorizaciones de historiadoras, antropólogas, psicólogas, sociólogas y escritoras y, en la década de los 90, impugnó el abuso de la categoría de género y el uso indiscriminado de la frase ya hueca de “perspectiva de género” para analizar la condición femenina, aun cuando tener presentes las relaciones le parezca fundamental para el análisis de la realidad. A la vez, por ubicarse en el contexto de su realidad histórica concreta, donde el asesinato de mujeres es una práctica tan común como la discriminación económica sexual, ha confrontado las “muertes” de la historia, la política, los sujetos: postular una sociedad posfeminista es el suicidio de la política, ya que “vivimos inmersos e inmersas en un neocolonialismo en el que el feminismo está todavía por llegar plenamente”.


Y porque la historia actúa en el presente de las personas, cuestiona la historia del arte como estructura de estudio androcéntrica y clasista, desde la perspectiva del arte popular de las mujeres, tema que ha sido prácticamente ignorado por el feminismo. Al analizar los fenómenos de hibridación de ciertas expresiones del arte popular, descubre la articulación entre las culturas tradicionales indígenas y mestizas y la cultura occidental moderna por motivos intra y extra estéticos: las crisis económicas, la feminización de “lo popular”, las diversas creatividades. Aun en aras de la comercialización, la creatividad artística implica una renovación constante. El uso del hilo y la aguja, del barro, del cartón, de la lámina y del sentimiento religioso inserta a las artistas en el ámbito de lo novedoso, ámbito casi siempre negado a las expresiones creativas de las mujeres.


Lo estético no puede ser abordado obviando lo estudios feministas. En Mujeres en el arte popular. De promesas, traiciones, monstruos y celebridades, de 2005, afirmaba al propósito: “No existen valores universales dentro del arte ni popular ni elitista. Los valores estéticos tienen que ver con el contexto cultural en el que se crea, las clases sociales y los géneros que producen las obras. Todo ello desempeña un papel en cuanto a la valoración estética”.



Las filósofas que afinan categorías feministas


El éxito de las reflexiones de las filósofas que desafiaron y desafían la racionalidad pretendidamente universal del pensamiento masculino (ese que afirma que el feminismo es excluyente porque deja afuera a los hombres, previniendo la posibilidad de que su práctica de exclusión se revierta en su contra) ha liberado finalmente a las mujeres que hacen filosofía. Pocas son hoy las filósofas que realizan su oficio mimetizándose con los modos e intereses de sus colegas hombres. Pueden abordar las mismas temáticas, y aún no referirse directamente a la condición de las mujeres en sus estudios, pero ya no evitan las citas y referencias a sus colegas mujeres y en su método hay una aceptación implícita que la propia realidad (y la mirada sobre la misma) se construyen desde el lugar de una corporalidad sexuada, que implica caminos de aceptación o de confrontación con la misma.


Semiólogas como Sandra Torlucci aplican a la revisión del cine y el teatro contemporáneo una consideración acerca de la invisibilización de lo simbólico femenino. Latinoamericanistas abocadas al estudio de la utopía política como horizonte de acción ética en la historia, como María del Rayo Ramírez Fierro, asumen que la perspectiva de género es indispensable para entender las dinámicas de opresión que los grupos de poder despliegan sobre las poblaciones que necesitan someter: “estamos obligadas y obligados a considerar la triple mediación de los procesos de subjetivación propia y ajena: el género, la clase y la etnia”, afirma en clases. Teóricas de la educación y constructivistas convencidas como Helena Beristain se mantienen abiertas a los datos que puede revelar un análisis de género aplicado a la comprensión de un texto, develando de tal forma cuestiones críticas acerca de la objetividad del saber. Destacadas filósofas prácticas, como Margarita M. Valdés, se ocupan de éticas ambientales, desde la perspectiva de la relación social sexuada con el medio ambiente, sea desde la perspectiva de las éticas ambientales antropocéntricas, que consideran que lo único que tiene valor moral intrínseco es el bienestar de los seres humanos, en particular de los que explotan la tierra y sus recursos; sea desde las éticas ambientales no antropocéntricas. Éstas amplían el espectro de las cosas intrínsecamente valiosas e incluyen en él, además del bienestar de todos los humanos, el de los seres naturales en general.


Paralelamente a este ejercicio consciente del aporte de otras mujeres, como ellas sujetos filosóficos, se han diversificado las filósofas feministas y los campos sobre los que aplican sus métodos.


Desde los estudios culturales, sería imperdonable no resaltar la importancia de los estudios sobre la imagen de las mujeres en la cultura de los grupos que confrontan la hegemonía capitalista y racista mexicana, por ejemplo en las comunidades zapatistas, llevados a cabo por Marisa Belausteguigoitia. Estudios que en contextos diferentes y hasta opuestos, permiten a sus alumnas analizar la imagen de las mujeres en los medios masivos, la prensa amarillista, la publicidad, para perpetuar la naturalización de la subordinación de las mujeres, el desinterés de las instancias encargadas de procurar justicia a las víctimas de violencia misógina o la concepción difusa de que las mujeres son corresponsables de los crímenes que se cometen en su contra.


Ana María Martínez de la Escalera con sus estudios sobre la alteridad de las mujeres en la memoria colectiva y en los testimonios de sus vivencias, está promoviendo que muchas filósofas y filósofos se atrevan a reconocer las condiciones de extranjería implícitas en la condición femenina, así como en la producción de saberes alternativos a los dominantes y consagrados. Sus apreciaciones de la diferencia, en diálogo con una Luce Irigaray y un Jacques Derrida aterrizados en contextos latinoamericanos, ofrecen importantes lecturas críticas de la Modernidad.


Graciela Gutiérrez actualmente trabaja las aportaciones de la crítica cultural nacida del feminismo; Leticia Flores Farfán, enamorada de los griegos, nos ofrece de ellos y ellas una lectura renovada y fresca a través de la genealogía, el poder y el erotismo. Como maestras, todas ellas tienden a formar a las jóvenes filósofas con responsabilidad académica sin hacerlas renunciar a un proyecto de vida independiente, que incluye el trabajo profesional, la vida amorosa y una permanente reflexión sobre sí mismas, atreviéndose a romper con la normatividad patriarcal que implica el matrimonio, la maternidad obligatoria, la heterosexualidad y la dependencia de un pensamiento falogocentrista.


Finalmente, los derechos de las mujeres al ejercicio de su autonomía de juicio y de su libertad ante al riesgo de embarazo suponen un pensamiento radical acerca del derecho a la maternidad voluntaria, no impositiva, no condenatoria de la condición femenina, y este derecho conlleva la opción por el aborto voluntario. Este es el tema ético-político-ontológico que muchas filósofas hoy enfrentan, sea porque les despierta cuestionamientos importantes sobre la condición femenina, sea por los vehementes ataques de los poderes emisores de juicios contrarios a la libertad personal de las mujeres.










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* Nota de la autora. 


FUENTE: Francesca Gargallo. URL. Activa, al 15 de septiembre de 2017. https://goo.gl/A5yRWo 













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